Una Diócesis católica en el corazón de Latinoamérica. Avanzamos con la renovación auténtica querida por el Concilio Vaticano II y los Papas formando sacerdotes según el Corazón de Cristo para la celebración del Santo Sacrificio de la Misa y la predicación de la Palabra.

lunes, 11 de agosto de 2014

La comunión se encuentra en la Eucaristía y no en consensos ideológicos

Nosotros, Obispos y Sacerdotes, no solo somos testigos de profundos cambios, sino actores comprometidos en esos procesos de transformación que  afectan a diferentes ambientes de nuestra Iglesia. Y, como sucedió muchas veces a través de tantas épocas y lugares, también la crisis actual de la Iglesia radica principalmente en la herida Eucarística, en la irreverencia y falta de cuidado en el trato con Jesús Eucaristía.

En el mundo se sufre una profunda desacralización. En el Paraguay esto tiene forma  de Teología de la Liberación, pero sus devastadoras ideas tuvieron origen en aceptaciones anteriores. Ideas y percepciones que lograron alterar el paradigma original de la relación del hombre con Dios, que era de filial correspondencia. Pretendida sustitución de lo sobrenatural por lo natural, de la Verdad que nos hace libres por una falsa liberación socioeconómica, como si esta pudiera hacerse efectiva sin sacudir previamente la esclavitud del pecado. Una hecatombe que desnudó los altares de Europa, desplazando a Dios y erigiendo al hombre como falso creador de un mundo cada vez más enfrentado a las cosas sagradas.

Ahora, después de años de constantes insinuaciones, la crisis (los problemas) en la Iglesia se hacen más visibles. Una crisis (problemas) que no podrán resolverse a través de un consenso generalizado sobre un cúmulo de ideas, nacidas justamente en un ámbito de creciente pérdida de respeto a lo más sagrado, a la Eucaristía. Por eso es necesario volver a uno de los conceptos fundamentales de este Sacramento,  definido por el Concilio Vaticano II como “…signo de unidad…” (SC47).

El Catecismo nos recuerda que la “comunión de vida divina y la unidad del Pueblo de Dios, sobre los que la propia Iglesia subsiste, se significan adecuadamente y se realizan de manera admirable en la Eucaristía” (1325). La comunión se encuentra en este Sacramento y no en frágiles acuerdos sobre ideas.
La comunión en la Iglesia debe ser buscada y hallada en este excelso “signo de unidad”, en la Eucaristía. Sin embargo, hemos recorrido el camino inverso, cometiendo graves agravios, “heridas eucarísticas”.

Dejemos de maltratar a Dios en nuestra propia Iglesia. Tenemos que advertir sobre las graves consecuencias de recibir la Eucaristía en situaciones de inmoralidad o en la mano, propiciando el robo del Santo de los Santos. Si seguimos así, haremos perder la fe católica en la presencia real de Jesús en la Eucaristía.

Muchos en la Iglesia son indiferentes en su trato hacia Jesús Eucaristía. No podemos tomar por buenos abusos que en sí son destructivos. No debemos continuar en silencio: elevemos nuestras voces y defendamos lo más divino y concreto en esta tierra.

No olvidemos las advertencias de Dios por medio de su Profeta a los que tenemos responsabilidad sobre el pueblo: “A ti, hombre, yo te he puesto como centinela del pueblo de Israel. Pues bien, si tú no hablas con él para advertirle que cambie de vida, y él no lo hace, ese malvado morirá por su pecado, pero yo te pediré a ti cuentas de su muerte.  En cambio, si tú adviertes al malvado que cambie de vida, y él no lo hace, él morirá por su pecado, pero tú salvarás tu vida”, (Ez.  33: 7-9).

+ Rogelio Livieres

miércoles, 10 de julio de 2013

La oposición a la doctrina de la Iglesia es la garantía para el éxito

En la Iglesia, estamos encontrándonos con un fenómeno que recorrió con ella durante su historia milenaria, pero que hasta ahora no había tomado la característica que actualmente posee; se trata del hecho de que la clave para el éxito en materia de doctrina y enseñanza religiosa es la manifestación de desacuerdo o crítica a la doctrina de la Iglesia. Antes esta disidencia era tolerada, pero ahora, ya en varios medios eclesiales pasó a ser hasta privilegiada. 

Siguiendo con este razonamiento, en muchas partes, existen teólogos que cobraron prestigio en el ámbito eclesial, después de haber tenido fuertes disputas con la Congregación de la Fe. Mientras que los teólogos que se mantienen fieles a la doctrina de la Iglesia son respetados, pero tildados como adherentes a una doctrina caduca y que tiende a desaparecer sistemáticamente, y este proceso es acelerado en la medida en que las voces fieles son silenciadas en los distintos ambientes eclesiales.

Esta situación encuentra proyecciones bastante negativas dentro de ambientes eclesiales más reducidos, como podría citarse una diócesis o una parroquia, porque la idea de éxito como fruto de la oposición al Magisterio de la Iglesia está tomando una fuerte socialización por causas diversas, donde se podrían citar entre otras cosas: la doctrina tradicional considerada como algo caduco, la renovación como descarte de la tradición, la transmisión de la verdad como una Iglesia puesta al ritmo de la moda, etc.

Ante esta situación, es urgente hacer un nuevo llamado a la fidelidad a la Iglesia, que los sacerdotes y teólogos no pretendan entrar nunca dentro de la lista de los “disidentes privilegiados”, sino que luchen para que las verdades de la doctrina católica, que se fundamentan en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, encuentren cada día una mayor aceptación y comprensión dentro del pueblo querido por Dios. 





sábado, 15 de junio de 2013

No anunciar la verdad es poner en riesgo la salvación de las almas

En estos tiempos de constantes cambios y surgimiento de nuevas realidades, los cristianos nos encontramos con un nuevo desafío al que debemos enfrentarnos, porque la conformidad sería como firmar el contrato de la indiferencia que terminaría llevándonos a un silencio cada vez mayor de las verdades que nos vienen de Cristo y de su Iglesia, así pondríamos en riesgo la salvación de muchas personas.

En la actualidad, los que se oponen a la doctrina católica parecen encontrar más aceptación y aquellos que se mantienen fieles incurren en desaprobaciones y hasta exclusiones, por lo tanto, existe la tendencia bastante difundida de practicar un silencio comprensivo y hasta tácitamente anuente.

Servir a la verdad católica se volvió un oficio bastante complicado y defenderla hasta resulta peligroso en muchas partes. Entonces, la gran mayoría se llama a un discreto silencio sobre los errores y abusos, esto con el fin de garantizar la propia protección y la estima general.

A modo de análisis de la situación, a diario vemos que los sacerdotes y laicos que pretenden difundir lo que la Iglesia quiere, se ven muchas veces rechazados, marginados y hasta perseguidos. Mientras que otras obras, muchas veces hasta contrarias a la misma naturaleza y leyes divinas, encuentran aceptación y hasta son fomentadas.

Así, nos encontramos entre dos modos operativos, uno verdadero y otro falso: ser fieles a la doctrina católica y predicar la verdad fundada en el Evangelio, aceptando los peligros que vienen por añadidura (modo verdadero); o de lo contrario, cumplir con los requisitos para obtener una aceptación general y garantizarnos una vida holgada y tranquila (modo falso).

Tengamos presente, que la fidelidad a la doctrina católica obedece a la solicitud de Dios, que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim., 2,4). Por lo tanto, no podemos situarnos por encima de la voluntad de Dios, porque la salvación de los hombres tiene como uno de los presupuestos el conocimiento de la verdad.

No es una tarea fácil “Recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas”. El peligro viene de tendencias influidas por “corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad” (Juan Pablo II). Sin embargo, laicos y sacerdotes, tenemos que ser fieles a la doctrina católica que nos viene de Dios, porque esta fidelidad hará que muchos alcancen la salvación, incluyéndonos a nosotros mismos.















jueves, 6 de junio de 2013

Hablar del infierno es un acto de caridad


Existe un tema que debe interpelarnos fuertemente, tanto a los consagrados como a los laicos, y es el silenciamiento sistemático de una verdad fundamental de nuestra fe: la existencia del infierno.

No podemos justificar nuestro silencio sobre este tema tan importante diciendo que es una verdad por todos aceptada o recurriendo a lo absurdo: “el infierno espanta a la gente, por eso, es mejor no hablar de él”. No podemos separar la misericordia de Dios de su inexorable justicia, porque sería engañarle al pueblo que nos fuera confiado por Nuestro Señor, y al mismo tiempo, estaríamos negando en la práctica esta verdad de fe por medio del constante y sistemático silenciamiento.

Vale la afirmación, “una verdad silenciada durante mucho tiempo termina siendo negada en la práctica”. Y es un imperativo moral hablar sobre este tema, no para asustar y obligar a las personas a tener temor de Dios, sino porque su omisión consiste en cierto modo en una falta de caridad hacia los hombres. No decir la verdad, en este punto, es no amar a los hombres. En positivo, hablar del infierno es un acto de amor hacia los hombres.

Nuestro tiempo está marcado por cambios constantes y los cristianos no están exentos, por eso, los sacerdotes y demás personas comprometidas con la fe no deben perder de vista la necesidad de predicar ésta y otras verdades de fe. La necesidad se da por un doble motivo:

El primero es la frecuente afirmación de Jesús. Nuestro Señor conoce bien la posibilidad de una condenación eterna, y como ama mucho a los hombres y desea su salvación, en su evangelio “habla con frecuencia de ‘la gehena’ y del ‘fuego que nunca se apaga’” (Catecismo 1034). El mismo Señor habla con mucha frecuencia sobre la existencia del infierno, sin embargo en nuestros días existe un deliberado silencio que debe preocuparnos.

El segundo es la predicación que alimenta la fe del pueblo. Atendamos a estas palabras: “El justo vive de la fe (…) La fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo” (Rm 1, 17; 10, 17). En el caso concreto del sacerdote, la fe en la verdad revelada es un presupuesto necesario para que su predicación tenga la fuerza suficiente para alimentar la fe del pueblo que le fue confiado. El sacerdote debe creer aquello que va predicar, de lo contrario terminará creando un pueblo ignorante con un desenlace final nefasto en el peor de los casos, y esta consecuencia será compartida en primer grado por el sacerdote que estuvo encargado de alimentar la fe de ese determinado pueblo.


miércoles, 17 de octubre de 2012

La Eucaristía como centro de la familia





“Jesús celebró la Pascua en casa, con su familia, con sus apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia” (El Camino Pascual). De este modo, la familia cristiana se convierte también en la familia de Jesús. Así expresa Ap 3, 20: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”; y se cumple cuando Jesús entra a formar parte de la unión conyugal y ofrece esta cena Eucarística, que tiene el significado de una nueva alianza donde la fuente de la gracia matrimonial es Cristo.

La familia cristiana debe cultivar el deseo de que la Eucaristía se convierta en centro y fuente de su existencia misma, y los esposos deben procurar que Cristo esté presente en su vida cotidiana, convirtiéndose en testigos visibles de la alianza divina que los une.  Concluyo con este mensaje del Papa Benedicto XVI: “Animo de modo particular a las familias para que este Sacramento sea fuente de fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa se revelan como ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido”, (Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (2007), n. 79).La familia cristiana nace del Sacramento del Matrimonio y se alimenta en la Eucaristía. El sacramento del Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesús, fue instituida precisamente durante una fiesta familiar, la pascua de Israel. “ La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar”, puntualizó al respecto el Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en su libro El Camino Pascual.

El Espíritu del Señor da a los esposos un corazón nuevo y los capacita para amarse. Es imprescindible la presencia del Señor en el seno familiar, y sin Él los esposos ceden ante las propuestas de la actualidad que les invitan a “unirse” excluyendo todo vínculo que introduzca un compromiso definitivo. Y esta alianza familiar, alianza en su acepción de “sacramento”, perdura y crece en función del amor de Cristo hacia su familia, manifestado en el misterio admirable de la Eucaristía.

Podemos afirmar que la familia vive de la Eucaristía, así como la Iglesia vive de ella. De este modo, esta comunidad conyugal fundada en el sacramento del Matrimonio y alimentada en la Eucaristía, recobrará su importancia, no sólo en lo religioso, sino también en el mantenimiento de la humanidad en cuanto tal.


viernes, 5 de octubre de 2012

“El amor de Cristo fundamenta la espiritualidad de la familia” (Cfr. Ef 5, 25-27)


El amor fundante de la familia es el mismo amor de Cristo, ese amor que tiene hacia su Iglesia y por el que se entregó a sí mismo para santificarla. Esta entrega total y gratuita debe ser característica del vínculo unitivo de los cónyuges, que se constituyen por el sacramento en depositaria del mismo amor de Cristo; y por tener este amor un origen divino, también en la familia debe expresarse con el carácter trascendente, que no se reduzca a una expresión puramente material, sino que sea expresión real de la unión entre la familia y Dios por medio de la gracia.

Así como la entrega de Cristo tiene la dimensión de “sacrificio”, también la familia tiene que insertarse en esta obra divina; que santifica y renueva constantemente esta unión que comienza a partir de la celebración del matrimonio, que bien tiene su prototipo en las “bodas del cordero” (Ap 19,7.9), realidad que nos garantiza que “el mismo Dios [...] es el autor del matrimonio" (GS 48,1). Atendiendo a esto, tenemos que entender que “el amor, en el matrimonio pasa necesariamente por el sacrificio y la total de sí al bien del cónyuge” (Carta Pastoral de los Obispos del Paraguay).

La comunidad conyugal encuentra su sentido profundo y realización plena cuando el hombre y la mujer se unen en una sola carne (Cfr. Gn 2, 18-25). Por este motivo, el lugar propio de la unión de las dos vidas es el matrimonio, que con fuerza el Señor expresa: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6).

Pero, “comprobamos que la vocación de la familia se está deteriorando con una rapidez inusual no experimentada en otros tiempos” (Carta Pastoral de los Obispos del Paraguay). Y las causas podrían multiplicarse infinitamente, sin embargo, estamos ante un problema mucho mayor y esto lo advierten los Obispos del Paraguay cuando explican que, actualmente, estos males no causan asombro y, paulatinamente, se fueron convirtiendo en un fenómeno sociocultural que peligrosamente se vuelve rutina y, en ciertos casos, norma de vida.

Ante la constatación de los problemas que afectan a la familia en nuestros días, es necesario recordar que Cristo no sólo restauró a la familia a su tipo original como algo santo, permanente y monógamo, sino que elevó el consentimiento del que se origina a la dignidad de sacramento, y así puso a la familia en el plano de lo sobrenatural.

Para poder recuperar el verdadero sentido de la familia y su importancia, debemos reafirmar que: “la familia cristiana es sobrenatural ya que se origina en un sacramento, que el fin y el ideal de la misma son igualmente sobrenaturales, a saber, la salvación de padres e hijos,  la unión de Cristo y su Iglesia”. Si logramos construir familias cristianas, los problemas irán disminuyendo, pero sólo en la medida en que los miembros adquieren conciencia del modo en que Dios concibe la familia que Él mismo fundó.

martes, 4 de septiembre de 2012

La “Caritas” en la Iglesia Católica

La actividad de la Iglesia en su totalidad debe estar fundada sobre la caridad. Esta actividad eclesial viene a ser “una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos (...) y busca su promoción en diversos ámbitos de la actividad humana. El amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres” (Deus caritas est, 19).

“La Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor. En consecuencia, el amor necesita también una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado” (Deus caritas est, 20). Esta tarea siempre tuvo una importancia constitutiva en el seno de la Iglesia y la misma se esmera en la buena organización de este servicio que realiza a favor de los hombres, que es un servicio de amor.

El amor al prójimo nace del amor de Dios, y más que una tarea para el fiel cristiano, lo es para toda la Iglesia como comunidad, que como tal debe vivenciar en sus obras de caridad el amor trinitario. La Iglesia desde sus inicios ha tenido viva conciencia de que este deber es parte constitutiva de su mismo ser (Cf. Hch 2, 44-45), y también testifica la tradición el modo que adoptó para organizar el amor como servicio a los hombres.

De este modo emergió en la estructura fundamental de la Iglesia la “diaconía” como servicio del amor al prójimo, que se ejerce de modo comunitario y de forma ordenada -un servicio concreto, pero al mismo tiempo también espiritual (Cf. Hch 6, 1-6)-. La misma naturaleza de la Iglesia se expresa así en una triple tarea: el anuncio de la Palabra de Dios (“kerygma-martyria”), la celebración de los Sacramentos (“leiturgia”), y el servicio de la caridad (“diakonia”). Estas tres tareas son como modos de desarrollo de una misma realidad: la caritas-agapé, que tiene origen en el amor trinitario y de Cristo hacia su Iglesia (Cf. Deus caritas est, 25).

Es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia no muestre una imagen borrosa o carente de identidad, convirtiéndose en una organización asistencial común y tornándose en una simple variante, sino que mantenga el esplendor de la esencia de la caridad cristiana y eclesial. Por lo tanto es necesario tener en cuenta estos puntos (Cf. Deus caritas est, 31):

La experiencia de un encuentro personal con Cristo debe ser la base de toda actividad caritativa cristiana.

La caridad cristiana debe ser independiente de partidos e ideologías, porque su fuente tiene que el mismo programa de Dios para sus hijos, que se expresa claramente en el texto del buen Samaritano, que es el programa de Jesús; donde uno ve con el corazón y un corazón enraizado en el amor. Es actuar con amor al servicio del prójimo que necesita.

La caridad cristiana debe ser ejercida de un modo gratuito, no debe perseguir fines ajenos a los establecidos por Dios en su Iglesia y menos los que se parezcan a algún tipo de proselitismo. El himno a la Caridad de San Pablo (Cf. 1 Cor 13) debe ser la “Carta Magna” del entero servicio eclesial para protegerlo del riesgo de convertirse en puro activismo.